Jimi Hendrix tocaba la guitarra con los dientes y llenaba los bares más lúgubres de Nueva York de un blues inconfundible. Murió con 27 años y, desde entonces, muchos libros han tratado de desvelar a este músico inimitable que incendiaba sus propios instrumentos y creía en el poder redentor de la música.
Ahora una nueva biografía, "Empezar de cero" (Sexto Piso), se acerca a la figura de Hendrix a través de las propias palabras del músico nacido en Seattle en 1942 y que el autor Peter Neal ha reunido a partir de material audiovisual, entrevistas y apuntes.
El músico abandonó su hogar siendo un adolescente para demostrarle al mundo que la música no es solo cuestión de técnica, sino de tocar con las entrañas, y hoy su corta existencia es más comprensible con la publicación de esta biografía en la que Neal cede todo el protagonismo a las reflexiones del guitarrista.
La sangre india que le corría por las venas fue la que impulsó los latidos de un corazón rebelde, visionario, que adoraba "las puestas de sol, el rocío de la hierba y los relámpagos", según describe el propio Hendrix en el libro, concebido inicialmente como el guión de un documental que verá la luz a finales de año.
A mediados de los años 60, el guitarrista se coló en los primeros puestos de las listas de ventas con su grupo, "The Jimi Hendrix Experience", con el que recorrió varias ciudades europeas ofreciendo un espectáculo único en el que la fusión de "rock and roll, jazz y blues" se acompañaba de una inconfundible puesta en escena que acababa con las guitarras de Hendrix hechas añicos.
Las curvas de este instrumento lo convertían en el amante más fiel de Hendrix.
La relación de amor-odio que mantenía con su guitarra se apreciaba en que, de pronto, Hendrix simulaba mantener relaciones sexuales con ella, para más tarde destruirla en un ritual violento que dejaba atónito al público de la época.
"Uno sacrifica las cosas que ama, y yo amo mi guitarra", explica el músico americano en "Empezar de cero", una obra "honesta" que se convierte en una introspección "sincera" de Hendrix, según la editora y traductora del libro, Raquel Vicedo, quien define al músico americano como un "abanderado de nada".
La contradicción que le oprimía el alma favoreció un comportamiento en ocasiones destructivo (Hendrix tuvo problemas legales por romper el mobiliario de una habitación de hotel), sobre todo consigo mismo. Él era su peor enemigo.
Sus tormentos tomaban forma de canción y su vida transitó por peligrosos terrenos donde confluían drogas, peleas y detenciones: "mi cerebro estaba lleno de cristales rotos, salían de mis sueños y me cortaban en la cama", dice en una de sus composiciones.
Los viajes de LSD le transportaban a un mundo mágico de experiencias "sensacionales y misteriosas", reconoce el propio Hendrix en el libro. La eclosión de todo tipo de drogas durante los años 60 precipitó trágicos finales entre artistas que, como Janis Joplin, se unieron al mantra hippie de liberar la mente.
El "speed", la heroína y el hachís no eran para Hendrix las peores drogas, sino que había otros artificios que significaban para él la verdadera esclavitud, como el "matrimonio y el dinero".
La guerra de Vietnam y los conflictos raciales en Estados Unidos fueron el contexto en el que Jimi Hendrix libró su propia lucha. La presión de las discográficas y del público le encerraron en una burbuja desde la que el músico reivindicó su derecho a estar solo.
Su mundo era "el hambre, los barrios pobres y el racismo feroz" y, la felicidad, "lo que puedes sostener en la palma de la mano", así consideraba el guitarrista la magia de los instantes, el placer que inhalaba con cada bocanada de humo y el tiempo que se le escurría inexorable entre los dedos.
El dinero nunca le preocupó, solo su música, tocar el último acorde, "fumar marihuana". La madurez le hizo más reflexivo y se acercó a una percepción del mundo más trascendental, cercana a la filosofía platónica: "comparado con el alma, el cuerpo es tan insignificante como un pez en el océano", dijo.
Jimi Hendrix se sentía así, como un minúsculo ser obligado a lidiar con las firmas discográficas y con unos "fans" que, en ocasiones, acudían a sus conciertos motivados más por el espectáculo que por el sentido de su música.
Su reticencia a los imperativos comerciales se mantuvo siempre, "no puedes prostituir lo que es tuyo", lamentaba.
Hendrix murió el 18 de septiembre de 1970 en Londres a causa de una ingesta letal de barbitúricos y alcohol, un final un tanto indigno para tan brillante músico que no pudo cumplir uno de sus sueños: "tener mi propio país, un oasis para gente con mentalidad nómada", fantasea el músico en el libro.
Su desaparición solo fue física, ya que cada vez que alguien pincha uno de sus discos el guitarrista renace y cumple su último deseo: "cuando muera, solo sigan escuchando mis discos".
Por: Isabel Peláez / Efe