domingo, 13 de junio de 2010

Las confesiones de Lupita Ferrer

El mejor personaje que ha interpretado Lupita Ferrer es, sin duda, el de sí misma. Fuera de las cámaras de televisión habla con el verbo marcadamente modulado como de libreto de telenovela y se ríe con esa teatral cadencia como si estuviese en un estudio grabando una escena. "Yo soy la imagen que creé de Lupita Ferrer", cuenta en tercera persona, como se refiere siempre a ella misma, con ese rictus pausado y engolado de sus palabras, como si estuviese repasando un parlamento, pero no hay luminitos ni camarógrafos alrededor.

Lupita Ferrer ha extendido a su propia vida la ficción que ha perpetuado en pantalla.

La intérprete
de heroínas del sufrir impecable, de mujeres elegantes y bien vestidas ­siempre adineradas­, poderosas y vulnerables al mismo tiempo; de esas que sollozaban con una mano en la frente y otra en su clavícula, y que intentaban disipar sus dudas existenciales caminando en tacones mientras giraban con agobio su rostro de un lado al otro, no eran otra que Lupita, no la actriz, sino la mujer. "Yo sufro así. Siempre he tratado de revestir el drama en una aureola de glamour: eso puede ser parte de Lupita, esa soy yo. En mi vida privada he sufrido con mucha elegancia. Quizás los personajes los he hecho a mi modo; han sido más Lupita".

Ha vivido con el mismo abatimiento que ha reproducido en la televisión. Con el arrebato propio de las mujeres en las que se ha convertido en pantalla.

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