miércoles, 28 de abril de 2010

Aprenda a decir no

Casi sin darnos cuenta, la sociedad nos ha educado a ser más permisivos de lo que nos dicta el alma, todo por no ser rechazados. Pero debemos aprender a decir no.

De niños, decir no era un verdadero poder. A través de él conseguíamos autoafirmarnos y defendernos de la constante invasión de los otros. La palabra no, tenía sentido; era más que una respuesta, era una verdadera posesión que nos engrandecía: “No quiero, no me gusta, no me da la gana…”. Les mostrábamos a los demás que teníamos nuestra propia personalidad, nuestra propia jerarquía de valores.

Muchos de esos valores son los que hoy consideramos primordiales, los que no son negociables. En ellos se cimienta nuestra identidad, lo que en realidad somos por debajo de las apariencias. Estos valores necesitan ser protegidos con ciertos límites de lo negociable y lo no negociable, de lo que es para nosotros sagrado e intocable y de lo que tiene un margen de flexibilidad. Para el cumplimiento de esta meta, el “no” es fundamental, es nuestro escudero frente al intento de intromisión o de seducción de los otros, es el que nos salva de hacer algo que no queremos porque traiciona lo que somos.

El problema es que, de adultos, el “no” tiende a desteñirse, se para sin fuerza, como una gelatina incapaz de mantenerse firme. Esa capacidad para frenar las imposiciones de los demás se ha ido desgastando a medida que crecemos. De grandes, nos pasamos al papel de “mendigos de aprobación” y vamos por la vida diciendo sí a todo, con tal de pertenecer a un grupo de barrio en el que nos sentimos vistos, a una familia con la que no comulgamos o a una pareja que nos maneja con el dedo meñique.

Dejamos de ser para pertenecer

Paradójicamente, con los años hemos ido devaluando el valor del “no” y, por contraste, hemos adoptado el “sí” condescendiente, el sí a todo, una excesiva permisividad que se conoce como personalidad confluyente, esa que se deja ir con la corriente, que no se opone, que se traga todo lo que los demás dicen y ordenan hasta intoxicarse de tanto olvido de sí misma.

Confluir es no poner límites, es decir a todo sí, inclusive a lo que nos hace daño, a situaciones incómodas que atentan contra nuestra dignidad; decimos “sí” cuando queremos decir “no”. Confluir es caer en la manipulación de las personas que detectan nuestra incapacidad de exponer libremente lo que pensamos con tal de ser aceptados, con tal de pertenecer, y nos usan.

Miles son los casos de jóvenes que se entregan en cuerpo y alma a su “parche de amigos”; miles son los padres que se preguntan por qué sus hijos consumen lo que los otros consumen, y hacen lo que los otros hacen sin una justificación clara de su decisión, sólo por tener un lugar en un colectivo juvenil, ignorando que cuando uno es auténtico tiene mayor reconocimiento.

¿Y qué decir de los cientos de profesionales que se dejan manejar como marionetas por sus superiores? Sus jefes los usan como carne de cañón, se adueñan de sus ideas y hasta los utilizan para convertirlos en cómplices de las infidelidades que cometen con sus mujeres: “Oiga, Ramírez, présteme su carro hoy que me voy con mi amante y no quiero que mi esposa me identifique por ahí en la calle”; “Ramírez, encárguese de todo el trabajo de este proyecto y me pasa las diapositivas listas para presentarlas el lunes a la junta directiva”. Y Ramírez, como en el clásico de cine El apartamento, de Billy Wilder, solo atina a mover su cabeza asintiendo las órdenes de un jefe vivo que se aprovecha de su incapacidad para decir “no”, porque puede más su interés por agradarle a su jefe que dar libertad a su deseo de negarse, pues en algún momento de la vida se creyó la idea loca de que “es mejor confluir, no disentir”.

¿Y qué decir de los hombres y mujeres que se amalgaman y diluyen en parejas en las que uno de los dos sólo obedece? “Gorda, decidí que vamos a tener otro hijo”, “Gorda, yo sé que no te gusta el calor pero las vacaciones las pasamos en Cartagena”, “Gorda, a ti el amarillo no te queda bien, no compres eso”… Y ella, muriéndose por decir no, sólo se muerde los labios porque puede más el temor a ser abandonada que la lucha por sus propias libertades.

¿Cuántas veces nos arrepentimos, nos damos contra la pared haciéndonos daño por no haber sido capaces de poner un límite a tiempo, por no saber decir no, ya no te quiero; no, no me gusta; no, el negocio no me sirve; no, no tomo más; no, no me trates más así? A cambio, nos dejemos ordeñar de los abusadores, de los que no entienden el no, de los cómodos tiranos que se aprovechan de tanta debilidad de carácter.

Todo por amor

Desde niños también aprendimos a desarrollar una personalidad complaciente, sumisa, dependiente y agachada. ¿Cuántas veces corrimos detrás del amor de nuestros padres, que nos imponían sus pruebas de amor? “Si haces esto te quiero”, “si haces aquello te acepto”. Desarrollamos una autoestima centrada en el otro, en la aprobación de los demás y no en la aprobación de nosotros mismos. Invertimos los valores, entendimos que era más importante lo que pensaran los demás que el propio concepto que teníamos de nosotros. Fue inevitable, pero puede cambiar.

El proceso de autorrespeto requiere decir “no” muchas veces, un “no” que se convierta en un “sí” interior; es también un proceso de autoaceptación, de saber que no somos perfectos, de reconocer que tenemos límites y que para tener un lugar no es necesario decir siempre que sí.

Más allá de la polaridad de joder o dejarse joder, de ser montador o víctima, de ser agresor o defensor, justo en medio está la asertividad, una habilidad social de comunicación madura, efectiva y afectiva, que le permite a la persona manifestar abiertamente sus convicciones, defender sus derechos y no someterse a la voluntad de los otros. Ser asertivo es recuperar los derechos personales, es romper las manipulaciones y zalamerías de los transgresores, es ir más allá de la rabia contenida de tantos “no” que se han quedado ahogados en la garganta y han salido de noche en forma de lágrimas de impotencia, en enfermedades crónicas, en una infelicidad profunda que se desborda por los poros, en una mezcla de dolor y depresión por no ser capaz de ser.

Ser asertivos es romper la cadena de sumisión a la que, sin quererlo, nos hemos sometido. Ahora que nos hemos dado cuenta, no debemos temer decir “no”. Es la única vía para asumir una verdadera libertad.

Fuente: www.elespectador.com

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