Como todos saben, antes de ser "de América" Sandro fue de Valentín Alsina. El dato no resulta menor para la construcción eficaz de la leyenda: como Gardel o Maradona, su origen humilde y suburbano lo proveyó de una sabiduría extraña: con el marco inasible de su carisma y su risotada imbatibles, Sandro solía decir mentiras perfectas que sonaban a verdades absolutas. Como los chicos, sabía jugar los juegos con la seriedad que corresponde. Conocía sus límites y los límites del artificio. Todas estas características no son otras que las que definen a un artista.
Sandro era un artista que además cantaba. Se consagró cuando sacudió la pelvis en Sábados Circulares de Mancera. Venía de frecuentar la bohemia de La Cueva, el sótano donde Litto Nebbia, Miguel Abuelo, Tanguito, Moris, Javier Martínez y otros fundaron el rock argentino. Con el primer dinero se compró una Moto Guzzi modelo 46 que estacionaba en el cordón de los conventillos de Alsina. Su padre Vicente trabajaba en el frigorífico Wilson, su madre Nina leía historias árabes en el palier.
El seguía parando en el Bar Pancho, pero ya esporádicamente. Cada vez tenía más shows, fama y dinero. Por entonces comenzó a acuñar frases y sentencias que repetiría por décadas con el énfasis de quien las dice por primera vez: "De mi casa para afuera soy Sandro; de mi casa para adentro, Roberto Sánchez: yo no compro lo que vendo". "¿Mi secreto? No tengo: simplemente uso jeans como si fuera un smoking y smoking como si fuera jean". "Mi única obsesión es no dar lástima en el escenario". Después de cantar en el Madison Square Garden de Nueva York, el 11 de abril de 1970, en uno de los primeros eventos musicales televisados en vivo a buena parte de América, el éxito desfondó cualquier previsión.
El fenómeno de Los Beatles había cambiado drásticamente los modales en relación entre fan y artista: corrían tiempos de fiebre, amor y locura. Sandro comenzó a filmar películas populares --que no buscaban otra cosa que cabalgar sobre el suceso musical y afirmarlo--, y a mantener una sorda competencia con otros cantantes de la época, como Palito Ortega y Leonardo Favio, en la conquista de América.
Todavía no era el mito indiscutible. Era, sí, el ídolo de una buena porción de los jóvenes. Para los que gustaban del rock nacional o, por ejemplo, de Serrat, Sandro era un cantante "complaciente" que basaba todo en su imagen. Un monigote eléctrico que hacía canciones vacías.
Cuando empezó a dejar de ser el remedo criollo de Elvis para --debido al paso del tiempo o por simple intuición artística-- ir vislumbrándose como el crooner que era, Sandro observó cómo el furor menguó. Ya no era un fenómeno discográfico, ya su búnker de Banfield se había convertido en el hogar blindado que lo aislaba de las desmesuras del fervor pop y, al mismo tiempo, en la usina de rumores desopilantes.
Si a principios de los '70 tuvo que desmentir contactos "con la guerrilla", después le endilgaron hijos ("a partir de hoy parece que tengo exactamente 35 hijos", ironizó en 1977), variadas inclinaciones sexuales, enfermedades y un variopinto desfile de mujeres por su cama.
Lo concreto es que la vida íntima parecía más discreta que las fantasías: la ocupaban simplemente algunos amores (Julia Viscani, Tita Rouss, quizá María Marta Serra Lima, después María Elena Fresta) y el cuidado de su madre Nina. Sus vicios continuaban intactos o en franco ascenso: la bebida (este orden: champagne, whisky, gin) y una cantidad de tabaco que durante dos décadas rondó los 80 cigarrillos diarios. "Nadie maltrató tanto el cuerpo como yo", dijo una vez entre el arrepentimiento y la vanagloria.
La historia de Sandro era, también, la de los valores de cierta clase media barrial. A pesar de que en él se hacían carne muchos de los contrastes de la argentinidad (en 1982, por ejemplo, declaró que quería ir a las Malvinas "no a cantar para los soldados, sino para pelear"), el prototipo no llegó a degenerar en caricatura. Sandro defendía a la madre, a la familia y a la Patria (en sus shows ubicaba una bandera argentina en un costado).
Criticaba a los políticos y detestaba a las guarderías infantiles y a los geriátricos. Por eso él mismo cuidó en Banfield a su madre durante su larga convalescencia. Por amor a la familia, "adoptó" a los cuatro hijos de su mujer, María Elena Fresta.
Los pormenores de la relación con María Elena fueron una de las escasas concesiones a la divulgación de su vida privada. Un trozo de misterio arrojado a la multitud. "Estoy soltero nuevamente", declaró Sandro a una radio de Lanús en marzo de 2005, confirmando su separación de María Elena, con quien estuvo en pareja 15 años. Fiel a su estilo, no develó los motivos de la ruptura. Tiempo después se supo que, en abril, comenzó una nueva pareja con Olga Garaventa, de 45 años, ex secretaria de su manager, y que lo acompañó en los últimos meses.
María Elena había sido un sostén esencial durante la agonía de doña Nina --fallecida en 1992-- y, después, durante los peores momentos de la enfermedad de Sandro, un enfisema pulmonar que pareció cobrarle cada uno de los cigarrillos que devoró desde que empezó a fumar, a los 13 años. Enfisema que él logró neutralizar --rigurosa gimnasia, cero tabaco, aunque en abril de 2008 se supo que su nombre figuraba en la lista de espera del INCUCAI para un doble trasplante de pulmón y corazón-- y, de un modo intrincado, incorporar al show. Como lo sugirió en uno de sus últimos espectáculos, El hombre de la Rosa, con el que se cansó de llenar el Gran Rex. En el escenario, diseñó una red asistencial de cuatro tubos de oxígeno, que, lejos de disimular, se encargó de describir al público.
Pareciera que siempre tuvo la cabal convicción de estar siguiendo letra por letra un guión formidable. Quizás comenzó a escribirlo hace más de 40 años en un patio de Valentín Alsina. Hasta ayer no se cansó de perfeccionarlo.
Sandro había nacido en la Maternidad Sardá a las 3.20 del 19 de agosto de 1945.
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